El trote, el cambio y las relaciones sanas
En los últimos meses he hablado mucho acerca de ese grandísima y manoseada palabra que es el “autoconocimiento”.
Me peleo y reconcilio con ella cada poco. Entiendo su utilidad pero me cabrea que me digan de maneras tan distintas cómo usarla, que genere más dinero que claridad y que haya gente ridícula inventando etiquetas zen.
Dicho esto, yo soy una exploradora innata de mis propios intestinos emocionales, y una de las pocas cosas que me van quedando claras es que lo que yo veo nítido en mí, quizás no lo ve el otro. Saber decir quién eres y dónde estás, como sea, es de vital importancia para sentirte ligera.
La comunicación ha sido, es y será el vehículo que me ha permitido remendar situaciones descosidas, entender vivencias ajenas, disfrutar de las circunstancias tal y como vienen o despedir con amor.
Pero como dice el podcast que me ha explotado en la mente hoy (te lo dejo al final de la lectura) : No solo hablando se entiende la gente. Hay que mirar más allá.
Ver al otro es un acto generoso, activo y consciente.
Generoso porque te saca de tus propios intereses. Mirar y tratar de descubrir quién es el otro, a veces te obliga a reconocer que estás equivocado, que puedes aprender a hacerlo mejor, que compartir no es lo mismo que ceder, que el tiempo para ti puede ser más pequeño, pero también algo más luminoso.
Activo porque, como dice Erich Fromm en su libro El arte de amar, este verbo es un ejercicio, no una emoción estática. El querer se ejercita, y una de las acciones que te ayudan a entrenar el músculo emocional es preguntar, responder, observar...con intención real de crear algo.
Y consciente porque, como ya he dicho alguna vez, la inercia es el mayor destructor de vínculos que conozco. Para mí, elegir ver, estar y conocer a otra persona es algo que se decide casi cada día. Hay que tener la cabeza conectada para saber que prefieres a alguien, que no le necesitas. Dos segundos lúcidos donde digas “pues sí, me quedo”, es lo que separa algo auténtico de algo mediocre.
Pero como no tengo idea de cómo se resuelven muchas cosas, mientras ejercito esto de VER con todas sus particularidades, convivo con mis miedos, mis capas y mis contradicciones.
Yo me identifico como una persona que se adapta bien al cambio, no me aterroriza y a veces creo que lo busco yo más que él a mí. Pero claro, en esta charla que os recomiendo al final, hablan de un miedo inherente al ser humano: el cambio del otro. Un cambio inevitable y fuera de nuestro control.
Que cambie lo que siente, lo que me ofrece, lo que me pide, lo que tenemos. Que cambie quien es ahora. Que cambie lo que has construido, lo que piensas o el lugar al que queríais ir.
Que cambie a peor. Porque cuando empieza el movimiento sísmico bajo tus pies, casi nadie piensa que del zarandeo se saca una versión del vínculo mucho mejor. Aquí todos tenemos nuestro punto melodramático, no me lo niegues.
No me enrollo mucho más, porque en este podcast hay muchas ideas sobre las que podría divagar horas, ideas que celebro estar integrando y otras que comparto a medias.
Pero de entre todo lo que me ha salpicado me quedo con el poder curativo y transformador de una buena conversación. De lo saludable que es para un vínculo saber hacer buenas preguntas y tener una curiosidad abierta a explorar respuestas, juntas y por separado. Esto no te garantiza el éxito, pero te facilita acercarte a él.
La próxima vez que no estés entendiendo nada, pide que te enseñen cómo están mirando su mapa. Un “¿que estás viendo tú que no soy capaz de ver yo?” creo que puede ayudar a ver mejor el escenario de un buen cambio.
Sin certezas, con dudas. Pero habrá que probarlo.
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