El señor de las magdalenas
Estar entre la gente y su compra recurrente, hogareña y familiar, me permite conocer a personas como el señor de las magdalenas.
Ahora mismo soy escritora y panadera.
Lo primero por vocación, por identidad y porque la profesión y yo nos hemos elegido. Lo segundo, por supervivencia.
Cuando no siento el peso del capitalismo ni escucho las voces de generaciones previas alertándome de la precariedad, vender pan y café es un trabajo que llego a disfrutar.
Estar entre la gente y su compra recurrente, hogareña y familiar, me permite conocer a personas como el señor de las magdalenas.
Personas que no siempre sé cómo se llaman, pero sí te puedo decir qué barra les gusta llevar cuando comen solos, qué hogaza compran porque les cae bien la nuera, y qué postre se llevan cuando están nerviosos o quieren malcriar a algún nieto.
El señor de las magdalenas es alto, con una cara cuadrada que almacena destellos de una vida como hombre apuesto. Tiene estilo al combinar los colores de la camisa, jersey y pantalón. Siempre lo mismo, siempre con un perfume sutil y clásico. Tono de voz afable, sin estridencias. No busca la broma fácil y sonríe sin esfuerzo.
Tarda en subir el escalón de la entrada lo mismo que yo en coger su pan, meterlo en la bolsa y dejarlo en el mostrador. Ha empezado a usar la tarjeta de crédito hace poco, y cuando de manera aleatoria la máquina le pide el pin, llega el colapso. Bueno, le llegaría a alguien de nuestra generación que nunca lleva monedas en el bolsillo, él sí, por si acaso.
El bastón también le acompaña desde hace poco, por si se cansa. Y porque es fin de semana y vienen sus hijos a comer, no quiere que le den la charla si el bastón está en una esquina y no en su mano durante el paseo a por el pan.
He querido usar todo este tiempo verbos en presente para contaros un poco quién es el señor de las magdalenas, pero hace semanas que no le veo.
Una de las últimas veces que vino a la tienda nos contó que celebraba su 94 cumpleaños. Yo aluciné y firmé para mis adentros un contrato con la vida para llegar como el señor de las magdalenas a semejante cifra.
Nos decía que estaba un poco cansado, de todo. Pero no tanto como para dejar de jugar con su bisnieta, que tenía la energía de cuatro.
Yo ahora mismo temo que ya no juega con ella. Ya no juega con nadie.
Quizás solo ha cambiado de panadería. Pero en mi vida como observadora, sé que la gente siempre vuelve donde le preguntas por las cosas felices, y yo he hablado con él muchas veces de lo feliz que era con su mujer, que murió hace 10 años dejando la casa mucho más aburrida.
El señor de las magdalenas me contó que él bailaba fatal y ella nunca se lo dijo hasta que se casaron y le prometió enseñarle algún paso. No hubo mucho éxito, pero aún así, bailaban.
Las magdalenas que se lleva dice que no son sus favoritas, sí las de su mujer. Y las compra por costumbre, y yo siento que también un poco como homenaje.
No, creo que no ha cambiado de tienda porque aquí siempre sonreía al recordar alguna historia, que contaba de manera discreta guardándose la reflexión final, que él rememoraba camino a la puerta y yo interpretaba viéndole marchar.
Me gusta ser escritora además de panadera porque conozco historias que puedo contar, que algún día pueden ser escritas.
Entre hogazas y cafés hay personas que aparecen y desaparecen, dejando retazos de lo que son, o fueron,
No sé si volveré a ver al señor de las magdalenas, tampoco cuando dejaré de ver al anciano del medio Campanard, a la mujer que se sienta para colocar en el carrito la espelta blanca, o a aquella que se pinta los labios con mal pulso y mucha coquetería.
Pero son historias que sé que alimentan mis personajes, mi biografía y mi memoria. Mucho más que las horas de oficina que me daban más dinero…y ya.
En fin, si vuelve este nonagenario a por su compra, os informaré. Mientras, darte las gracias a ti que lees por llegar hasta esta línea y dedicarme tu tiempo.
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